30 de septiembre de 1998
San Jerónimo


Estimadísimo Amigo de la Abadía San José:

«¿Qué le pides a la Iglesia de Dios? -La fe». Este diálogo, que inaugura la liturgia del Bautismo de un adulto, continúa con la siguiente pregunta del sacerdote: «¿Qué te da la fe? -La vida eterna», responde el catecúmeno. En efecto, «la fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios cara a cara (1 Co 13, 12), tal cual es (1 Jn 3, 2)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 163).

En nuestros días, la virtud de la fe es frecuentemente ignorada, reducida a un simple sentimiento subjetivo o a una vaga creencia religiosa, y considerada como una opinión libre y facultativa. Se trataría solamente de una convicción personal perteneciente al ámbito privado y que no concerniría a nadie, y de ninguna manera a la Iglesia.

¿La tomas o la dejas?

Pero, en realidad ¿qué es la fe? La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por su revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigo y conversa con ellos para invitarlos a la comunicación consigo. Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios que revela (cf. Catecismo, 1814, 142-143).

Lejos de ser facultativa, la fe es necesaria para la salvación eterna. Jesucristo lo afirmó con claridad: El que crea y sea bautizado, se salvará (Mc 16, 16). «Puesto que sin la fe es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que haya perseverado en ella hasta el fin (Mt 10, 22), obtendrá la vida eterna» (Catecismo, 161). Rechazar la fe, que es un don de Dios, significa rechazar la salvación y perderse por toda la eternidad: el que no crea, se condenará (Mc 16, 16). Así pues, la fe no puede ser una opción del tipo "la tomas o la dejas".

Lejos de ser accesoria o sin importancia, la fe tiene una profunda repercusión en toda la vida del cristiano: El justo vivirá de la fe (Rm 1, 17). La Iglesia celebraba el año pasado el centenario de la entrada en el Cielo de Santa Teresa del Niño Jesús. Ella, a quien San Pío X llamó «la santa más importante de los tiempos modernos», dio muestras del poder de la fe con una vida de gran sencillez. Cuando apenas contaba cuatro años de edad, es interrogada por su hermana Celina, perpleja ante el misterio de la Eucaristía: «¿Cómo es que Dios puede estar en una hostia tan pequeña?, pregunta Celina. -No es tan raro, replica Teresa, porque Dios es todopoderoso. -¿Qué quiere decir todopoderoso? -¡Pues que hace todo lo que quiere!». Admirable lógica de una fe de niño. Pero, ¿puede esa fe de niño ser racional? Sí, porque creer es algo racional. Creer es un acto auténticamente humano, y no es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre confiar en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Tampoco en las relaciones humanas va en contra de nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, así como tampoco fiarnos de sus promesas. Sin embargo, en cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Catecismo, 150). «Si no creemos en Dios, señala San Ambrosio, ¿en quién vamos a creer?»

¿Un sentimiento ciego?

Las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas. La fe no suprime el misterio, pero permite que lo aceptemos con certeza y con la confianza en un Dios «que no puede ni engañarse ni engañarnos». «La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir» (Ibid., 157).

Sin embargo, la fe no es un sentimiento ciego y puramente subjetivo, que no tendría ningún fundamento accesible para la razón. Al contrario, «para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación. De ese modo, los milagros de Cristo y de los santos, las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos, motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Catecismo, 156). En una época como la nuestra de escepticismo y de relativismo, cuando todas las religiones son presentadas como equivalentes, es importante estudiar con esmero las «pruebas externas de la Revelación», así como conocer a la perfección nuestras «razones para creer».

«¿En qué piensas?»

Iluminada por la fe, Santa Teresa vive con toda familiaridad con el mundo invisible: Dios, los santos, los ángeles, le son tan cercanos como su padre, su madre o sus hermanas. Cuando todavía no tiene ni tres años, un día se dirige a su madre para expresarle lo más profundo de su amor: «¡Cuánto me gustaría que te murieras, mamaíta! -Vamos a ver, Teresa, ¿en qué estás pensando? ¡Esas cosas no se dicen! -Pero si es para que vayas al Cielo; como me dices que para ir allí hay que morirse...». Para Teresa, el Cielo es una realidad. Con ella, en Alençon, están su papá, su mamá y sus hermanas. En Le Mans, está una tía suya religiosa. En Lisieux, están el tío y la tía Guérin. En el Cielo, hay cuatro hermanitos y hermanitas fallecidos a temprana edad. ¿Por qué Teresa no puede desear el Cielo a quienes más ama en el mundo? Es algo muy sencillo. En otro momento, Teresa responderá así a la pregunta de cómo se las arregla para pensar continuamente en Dios: «No es difícil... cuando se quiere a alguien se piensa en él de manera natural». Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6, 21), decía Jesús.

Una ardiente hoguera

La gracia de la fe, recibida en el Bautismo, encontró en la familia de la santa un terreno propicio. Tanto el señor Martin como su esposa son conscientes de su papel de padres cristianos y, con la ayuda de Dios, todo lo acomodan desde la perspectiva del Evangelio. «Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido la responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos. Desde su primera edad, deberán iniciarlos en los misterios de la fe de los que ellos son para sus hijos los primeros heraldos de la fe. Desde su más tierna infancia deben asociarlos a la vida de la Iglesia. La forma de vida en la familia puede alimentar las disposiciones afectivas que, durante toda la vida, serán auténticos cimientos y apoyos de una fe viva... La catequesis familiar precede, acompaña y enriquece las otras formas de enseñanza de la fe. Los padres tienen la misión de enseñar a sus hijos a orar y a descubrir su vocación de hijos de Dios» (Catecismo, 2225-2226).

La fe revela a Santa Teresa la paternidad de Dios y su amor misericordioso. «El Señor ha sido siempre para mí compasivo y lleno de dulzura... lento en el castigo y abundante en misericordia, escribirá al atardecer de su vida... Me ha concedido su infinita Misericordia, y a través de ella es como contemplo las demás perfecciones divinas... Así que se me presentan todas radiantes de amor; incluso la justicia (y puede que aún más que cualquier otra) me parece revestida de amor». Ha comprendido que la debilidad, la impotencia, incluso el pecado, siempre que se le desprecie, lejos de suponer un obstáculo a la misericordia de Dios, la provocan y la atraen: «Sí, así lo siento; aunque tuviera sobre mi conciencia todos los pecados que puedan cometerse, acudiría con el corazón compungido a arrojarme en brazos de Jesús, pues sé cuánto quiere al hijo pródigo que regresa junto él... Siento que esa multitud de ofensas sería como si se dejara caer una gota de agua en una ardiente hoguera».

Como si mirara a otro lado

Mediante su intensa fe, la santa descubre la misericordia de Dios incluso a través del sufrimiento. Y el plan de Dios se le presenta con claridad: hacer que las consecuencias del pecado no solamente sirvan para la salvación del hombre, sino también para su perfeccionamiento, hasta alcanzar la santidad. Teresa encuentra el secreto de la santidad en el sufrimiento, medio con el que escapa de sí misma para unirse a Dios; dicho de otra manera: medio de amar. Pues no hay nada que agrade más a Dios que nuestra obediencia, manifestada mediante la aceptación del sufrimiento. Ese sufrimiento, que ha seguido al hombre después del pecado, ha sido santificado mediante la Pasión de Jesucristo. Para Santa Teresa, la prueba es el medio de darle a Dios «más testimonio de abandono y de amor»; de tal modo que escribe: «En el lagar del sufrimiento, te daré pruebas de mi amor».

Pero, «¿cómo el Dios que nos ama puede ser feliz cuando sufrimos?», se pregunta ella. Y su amor le dicta esta respuesta: «No, nuestro sufrimiento nunca lo hace feliz, pero ese sufrimiento nos es necesario, así que lo permite como si mirara a otro lado». El pecado ha convertido el sufrimiento en algo necesario, por eso Dios lo permite; pero por amor, como medio de reconducir al hombre a amarlo a Él. Es un amargo remedio, pero, teniendo en cuenta el egoísmo del hombre, es un remedio necesario para la salud y la felicidad del alma. «¡Cuánto le cuesta a Dios darnos de beber del manantial de las lágrimas!, escribe también; pero Él sabe que es la única manera de prepararnos para conocerlo como Él se conoce y para convertirnos también a nosotros en dioses...»

«Habrá que darlo a conocer»

De hecho, el sufrimiento marca cada una de las etapas de la vida de Santa Teresa. «He sufrido mucho aquí en este mundo, confesará; habrá que darlo a conocer...». Esa confesión la acerca a los que conocen esa prueba. A los cuatro años pierde a su madre, que fallece tras un largo y doloroso cáncer. «A partir de la muerte de mamá, escribirá, mi carácter alegre cambió por completo; si antes era despierta y comunicativa, luego me hice tímida y dulce, excesivamente sensible. Bastaba una mirada para hacer que me deshiciera en lágrimas, y para estar contenta nadie debía ocuparse de mí; no podía soportar la compañía de personas desconocidas y solamente recuperaba mi alegría en la intimidad de la familia».

Tiene ocho años cuando su hermana Paulina, a la que ha elegido como su «segunda mamá», ingresa en el Carmelo de Lisieux. Aquel día, sus lágrimas fluyen abundantemente. «Puesto que escribo la historia de mi alma, debo decirlo todo, y confieso que los sufrimientos que habían precedido a su ingreso no fueron nada comparados con los que le siguieron». Contrae una extraña enfermedad nerviosa. Ante las alarmantes proporciones de dicha enfermedad, el señor Martin cree que «su hijita se va a volver loca o que se va a morir». Será necesaria la milagrosa intervención de la Virgen para devolverle la salud, pero su curación no pone sin embargo punto final a las penas de Santa Teresa, pues escribe: «Mucho tiempo después de mi curación, llegué a pensar que había caído enferma adrede, y aquello fue un auténtico martirio para mi alma... Y Dios conservó en mí aquel martirio íntimo hasta que ingresé en el Carmen».

Una eficacia extraordinaria

Apenas había transcurrido un año desde que Teresa había ingresado en el Carmelo cuando, a causa de una enfermedad cerebral, el señor Martin debe ser internado en el hospital psiquiátrico del Salvador de Caen (Normandía), donde permanecerá durante tres largos años. «De igual manera que los dolores de Jesús atravesaron como una espada el corazón de su divina Madre, escribe la santa, así también nuestros corazones sintieron los sufrimientos de la persona que más queríamos en este mundo... Recuerdo que, en junio de 1888, en el momento de nuestras primeras pruebas, yo decía: "Siento que aún puedo soportar mayores pruebas". Pero no sabía que un mes después de tomar los hábitos nuestro querido padre bebería del más amargo, del más humillante de todos los cálices... ¡Ah! ¡No sé cuánto llegué a sufrir aquel día!». Pero la confianza de Santa Teresa no menguó a pesar de aquello. Desde una perspectiva de fe, podrá escribir más tarde: «Algún día, en el Cielo, nos complaceremos en hablar de nuestras gloriosas pruebas... Sí, los tres años del martirio de papá me parecen ahora los más amables, los más fructíferos de toda nuestra vida; no los cambiaría ni por todos los éxtasis y revelaciones de los santos, y mi corazón rebosa de pensar en aquel inestimable tesoro». Mientras tanto, su atracción por los sufrimientos no disminuye. «Mi pan de cada día era la aridez, pero, aunque carecía de todo consuelo, era la más feliz de las criaturas, puesto que todos mis deseos estaban satisfechos». Uno de aquellos deseos era ofrecer sus pruebas por la salvación de los pecadores: «Ardía en deseos de arrancarlos de las llamas eternas». Así pues, escribe: «Solamente el sufrimiento puede crear almas». Al unirse de ese modo a la Pasión de Jesús, la santa supo participar en la obra de la Redención en el contexto de su vida contemplativa. «Los claustros se ofrecen con Jesús para la salvación del mundo... Como expresión del amor puro que vale más que toda acción, la vida contemplativa posee una extraordinaria eficacia apostólica y misionera» (Juan Pablo II, Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, nº 59).

«Mostrarla como un ejemplo a imitar»

Desde su ingreso en el Carmen, el 9 de abril de 1888, Santa Teresa ya no experimenta la presencia de Dios, que le resultaba tan agradable, y la oración le resulta difícil. «El rezo del Rosario, escribe, me cuesta más que ponerme un instrumento de penitencia... Me doy cuenta de que lo digo muy mal, y por más que me esfuerce en meditar los misterios del Rosario no consigo que mi alma se concentre... Me sentí afligida durante mucho tiempo por aquella extraña falta de devoción, pues quiero tanto a la Virgen que debería resultarme fácil rezar en su honor algunas plegarias que le son agradables. Ahora me estoy afligiendo menos, pues pienso que, al ser la Reina de los Cielos mi Madre, debe ver mi buena voluntad y contentarse con ello».

Santa Teresa también conoce el hastío: «Sí, la vida cuesta, escribe, y resulta penoso comenzar una jornada de trabajo... Si por lo menos sintiéramos a Jesús, todo lo haríamos por Él; pero no, parece que esté a mil leguas y estamos solas con nosotras mismas... Pero, ¿qué hace ese dulce amigo? ¿Acaso no ve nuestra angustia, el peso que me agobia? ¿Dónde está? ¿Por qué no acude a consolarnos, ya que es nuestro único amigo?». Recuerda entonces estas palabras de Jesús: Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su inquietud (Mt 6, 34); y llevando su cruz de cada día canta lo que sigue:

Si pienso en mañana, temo mi inconstancia,

Siento que nace en mi corazón la tristeza y el contratiempo.

Pero deseo, Dios mío, la prueba y el sufrimiento

Aunque sea sólo por hoy.

La paciencia de Santa Teresa se manifestó, casi siempre, a partir de sufrimientos semejantes a los que nos encontramos cada día en nuestro camino. Son sufrimientos pequeños, ocultos, que nos hieren y que, a falta de una fe despierta y amorosa, nos abaten y nos vuelven tristes, molestos para nosotros y para los demás. Para sobrellevar esas penas, Santa Teresa recurre con mucha frecuencia a la Santísima Virgen, su «Mamá del Cielo»: «Nunca deja de protegerme tan pronto como la invoco».

A través de una vida del todo normal, ella encuentra en Nuestra Señora un alivio maternal y un modelo de fe y de amor. «¡Cuánto me hubiera gustado ser sacerdote para predicar acerca de la Virgen!... Para que un sermón acerca de la Virgen me guste y me haga bien tengo que contemplar su vida real, no su supuesta vida; y estoy segura de que su vida real debió ser muy sencilla. Nos la muestran inabordable, pero habría que mostrarla como un ejemplo a imitar, habría que resaltar sus virtudes, decir que llevaba una vida de fe como nosotras y aportar pruebas mediante el Evangelio, donde leemos: Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio (Lc 2, 50). O esta otra, no menos misteriosa: Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él (Lc 2, 33). Dicha admiración supone una cierta extrañeza».

Un huracán de gloria

El 2 de abril de 1896, durante la Semana Santa, dos esputos de sangre revelan a Santa Teresa que está afectada de tuberculosis, y afronta con serenidad una muerte próxima: «Era como un suave y lejano murmullo que me anunciaba la llegada del Esposo». Pero, durante el último año de su vida, su alma es invadida por espesas tinieblas, el Cielo se oculta a sus miradas y le asaltan fuertes tentaciones contra la fe. En medio de aquella prueba, es consciente de compartir la suerte de los incrédulos, escribiendo lo que sigue: «Jesús me ha hecho sentir que existen realmente almas que carecen de fe, que, por un exceso de gracias, pierden ese precioso tesoro, manantial de las únicas alegrías puras y verdaderas». Pero acepta esa prueba por amor: «Le digo a Jesús que me siento feliz de no gozar de ese hermoso Cielo aquí en la tierra, a fin de que lo abra para los pobres incrédulos por toda la eternidad». Su agonía, el 30 de septiembre de 1897, se asemeja a la de Jesús, «sin mezcla alguna de consuelo». Pero sus últimas palabras expresan la victoria de su fe y de su amor: «¡Oh!... Lo amo... Dios mío..., te amo».

Esa pasión desemboca en su entrada en el Cielo y, aquí abajo, en un huracán de gloria sin par. Aquella joven carmelita atraerá muy pronto a las multitudes, que acuden de todas partes para implorar o dar las gracias a quien derrama una verdadera "Lluvia de rosas", gracias temporales o espirituales que son la recompensa de su fe inquebrantable en el Amor Misericordioso. Se realiza al pie de la letra aquella frase de Jesús: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12, 24). El 17 de mayo de 1925, varios cientos de miles de peregrinos del mundo entero asisten al "triunfo" de Teresita, glorificada y canonizada. Y hoy en día, el Papa Juan Pablo II no ha dudado en declararla Doctora de la Iglesia. El 19 de octubre de 1997, con motivo del Día Mundial de las Misiones, ese honor excepcional recayó como incremento de gloria sobre la patrona de las misiones. La Iglesia ve en ella una luz para la nueva evangelización.

Santa Teresita había prometido «pasar su Cielo haciendo bien en la tierra». Pidámosle que nos comunique su fe viva y su confianza inquebrantable en el Amor Misericordioso, que transformarán nuestras vidas y nos guiarán por el camino del Cielo. Rogamos por todos sus seres queridos, vivos y difuntos.

Dom Antoine Marie osb

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